Jaime Carrasquilla, un hombre con verbo rector | EL ESPECTADOR

2022-06-18 22:07:29 By : Ms. Jocelyn Luo

El viernes 7 de junio de 2013, hace nueve años, murió Jaime Carrasquilla Negret. Era el rector del Colegio Unidad Pedagógica, pero para mí era un segundo padre. Lo conocí a principios de los años 90. Yo tendría unos seis años y venía de estudiar en el Colegio Italiano, donde la señora Vaca regía con pulso de hierro la disciplina escolar. Recuerdo un delantal a cuadros azules espantoso e incómodo para jugar que era de obligatorio uso. Una mañana la señora Vaca me sorprendió en un pasillo. Yo tenía el delantal en un mano y ella lo notó. Sus ojos se encendieron de rabia, lanzó una sarta en italiano y me haló de una patilla. El incidente llegó a mi casa y las directivas recomendaron un sicólogo para mi hermano Marcelo y para mí por los frecuentes desacatos a la autoridad y el orden escolar.

Así, llegué a la Unidad Pedagógica. Recuerdo la impresión que me produjo el primer día. El rector era un señor de pelo largo y barba poblada, vestido de jeans y camisa remangada. Su voz era ronca y su tono pausado y sereno. El colegio quedaba en el Parque del Oso, en Niza. El patio de juego era un parqueadero donde dos docenas de llantas eran suficiente entretenimiento para los 20 o 30 estudiantes que había en ese entonces, la mayoría hijos de los compañeros de universidad —imagino, de quienes lo conocieron militando en los grupos trotskistas de los años 70— y de los pocos maestros que había en ese entonces. Me chocó este espacio artesanal y familiar. Estaba acostumbrado al gran campus, a la campana que marcaba el regreso a clase, a la tienda de golosinas, al matoneo como principio relacional.

Yo lloraba a grito herido, puteaba sin parar y me metía entre las piernas de mi mamá para no ver ni oír al señor de barba. En algún momento me tomó de los hombros y me dijo: “Aquí no cabe nadie que no quiera estar con nosotros. Tranquilo, que sólo vienes a conocer”. Sus palabras me dieron confianza, parecía un hombre serio que cumplía lo que decía. Dejé de patalear y me dispuse. Me llevaron al salón de clases. La profesora —proféticamente— se llamaba —y se llama— Esperanza. El salón no tenía pupitres sino mesas. Jaime decía que no se podía aprender mirándoles la nuca a los otros. Me llamó la atención que el espacio estaba adornado como una selva. Un río de papel celofán lo atravesaba. Había una canoa, una maloca indígena, un tigre mariposo, una danta y un chigüiro. Animales y objetos que me eran familiares, pero en el colegio en el que estaba me apenaba hablar de eso porque las vacaciones de mis compañeros eran a Miami o Europa. Entonces, el salón-selva derribó mis resistencias.

Me volví amigo de Jaime, el rector, el maloquero de ese experimento educativo que se llama Unidad Pedagógica. El colegio creció y yo también. De la pequeña casa en Niza pasamos a otra en Suba que tenía un pequeño patio con un magnolio siempre florecido que daba a la ventana de la Rectoría, donde yo solía pasar horas mientras Jaime contaba historias, fumaba Royal y tomaba Coca-Cola. Eran los días de los magnicidios y las masacres. Jaime hablaba de un país en guerra, de los crímenes de guerrillas y paramilitares, así que declaró el colegio “constructor de paz”. Entonces, nos llevaban a cuanta marcha había por el cese al fuego o el intercambio humanitario. Éramos tal vez el único colegio privado que llegaba al Parque de Suba con banderas blancas. Desde ahí nos aprendimos bien el Himno a la alegría y Hermano, dame tu mano, de Mercedes Sosa.

Crecí conversando con Jaime. Él creía en el diálogo y la discusión para la construcción de acuerdos. Siempre abrió su oficina a los debates sobre cualquier norma de convivencia: horarios, uniformes, currículos, todo podía ser discutido. No hubo veda para controvertir a una autoridad escolar. Allí el principio de convivencia estaba constituido, y sigue estándolo, por los argumentos, no las jerarquías. A Jaime le debo mucho de lo que soy. Solía decirme que muchas veces puedo tener razón, pero que la pierdo por la manera como la defiendo; me enseñó que hay momentos y lugares para cada cosa, y que uno puede mentirles a otros, pero nunca a su conciencia. Ha pasado casi una década desde que murió Jaime y sigo extrañando cada día sus regaños, charlas y consejos.